domingo, 25 de julio de 2010

Quejas

Recientemente me he mudado a un piso en la zona Este de Amsterdam, muy cerquita del zoo y concretamente enfrente de la sección de pájaros tropicales, aunque quienes amenizan mi trabajo y descanso en este momento son sobre todo las focas, que en esta época del año están en celo y cantan temas de amor a pleno pulmón. A mí este canto a la vida me divierte e incluso me levanta el ánimo, pero una comisión de vecinos de la zona está recogiendo firmas para exigir que se lleven a las focas del zoo o que, de alguna manera, las hagan callar porque les molesta el ruido.

Este tipo de queja organizada, que requiere un esfuerzo considerable y sin embargo sirve un fin que en el fondo (admitámoslo) es bastante ridículo, refleja bastante bien el mal hábito que tenemos los occidentales de quejarnos por todo a todas horas. Porque, por mucho y muy alto que canten las focas (que, os garantizo, tampoco es para tanto...), estas personas viven en una zona que es de las mejores de la ciudad: diseñada en el siglo XVII como una zona residencial y ajardinada, y con una mayoría de edificios construidos en el XIX, es céntrica, segura, limpia, bien comunicada, agradable, con buenos servicios, parques, museos, mercados, tiendas. La escuela de música, el museo de los trópicos, el jardín botánico (¿o les molestará el aroma del jazmín también?), el teatro Hollandse Schouwburg, la sección de ciencias de la Universidad de Ámsterdam y el cine Kriterion, entre otros, se concentran en este barrio.

Con frecuencia olvidamos la facilidad con que nos acostumbramos a lo bueno, y cuánto nos cuesta dejar estar lo que nos molesta... Por insignificante que pueda ser.

jueves, 8 de julio de 2010

Cambios

Por fin una nueva entrada en este blog después de más de tres meses de silencio. El motivo: una sucesión de cambios muy significativos tanto en lo personal como en lo profesional. Es curioso como, frecuentemente, en la vida los grandes acontecimientos nunca llegan solos, sino que parece que se atraen como un imán, o se suceden en una especie de "efecto dominó".

En los últimos meses he descubierto y me he enfrentado a sentimientos muy diversos que probablemente llevaban tiempo ocultos bajo la superficie. Descubrirlos me ha cambiado: no ha sido fácil, pero creo que ahora sé mejor quién soy, qué aspiraciones tengo y cuáles son mis límites. Tan fuerte ha sido la experiencia que me atrevería a decir que empieza una nueva etapa de mi vida. Los próximos meses estarán llenos de desafíos y retos que hace tan sólo unas semanas no habría podido esperar: con mi habitual impaciencia, me pregunto a dónde nos llevarán (a mí, y a los que me rodean) estos nuevos caminos.

Espero volver a escribir regularmente en este blog a partir de ahora, lo he echado de menos.

lunes, 1 de marzo de 2010

Recuerdos (1)

Sé que mi abuela Angustias, madre de mi padre, fue una persona de gran vitalidad, llena de energía y humor, y (como casi todas las abuelas) una gran cocinera. Conozco mil anécdotas divertidas y he visto decenas de fotos suyas: alguna de joven, con mi padre y sus hermanos; más tarde una abuela feliz, rodeada de sus nietos mayores (mis hermanos y primos) en comuniones, vacaciones familiares, salidas al campo. También en las fotos del día de mi bautismo, la veo sonreir desde el primer banco.

Mis recuerdos de Angustias son los de una viejecita frágil, en silla de ruedas o acostada, débil. De niña, a los cinco, seis, siete años, su presencia me inspiraba verdadero temor: era la encarnación de la fragilidad humana y de las terribles consecuencias del paso del tiempo. Recuerdo perfectamente las arrugas, la voz quebrada, el temblor de sus manos, el sonido de su respiración. Su vejez me era ajena y totalmente incomprensible, y en mi memoria, los momentos pasados junto a ella son siempre en silencio; yo mirándola y ella mirándome a mí, las dos con mil mensajes en los ojos. En un momento dado, ella se vuelve y le hace un gesto a mi tía, para que me dé un billete de mil pesetas (una fortuna por cierto, aunque esto sólo lo sé ahora). Tengo el billete entre mis manos. Lo miro y lo vuelvo a mirar, igual que la he mirado a ella, buscando, rebuscando, tratando de comprender. De pronto, es un día gris, parecido al de ayer. Estoy mirando llover tras el cristal de un balcón, y sé que no volveré a sostener su mirada. La echo de menos.

martes, 2 de febrero de 2010

La música como juego

En inglés, holandés, alemán y otros idiomas, el verbo "tocar" (en el sentido de tocar un instrumento) comparte vocablo con el verbo "jugar". Lástima que la evolución del español nos haya privado de esta interesante conexión lingüística.

En mi opinión y experiencia, música y juego son indisolubles, y con ello me refiero al juego tal y como lo describe Desmond Norris en El mono desnudo:

Las reglas del juego se definen a continuación:
1. Investigarás lo desconocido hasta que se vuelva familiar
2. Le impondrás repetición rítmica
3. Le buscarás todas las variantes posibles
4. Elegirás la más interesante de las variantes y la desarrollarás a costa de las otras
5. Combinarás y recombinarás las variantes, la una con las otras
6. Todo esto lo harás desinteresadamente, sin otra finalidad

En el mundo de la música llamada 'clásica' se suele desestimar el factor lúdico de la interpretación y del estudio de la música, a pesar de que es relativamente sencillo encontrar similitudes entre el juego de un niño que repite las mismas acciones una y otra vez, y la práctica de un músico que itera un motivo, un movimiento, a veces un sólo sonido, buscando nuevos matices cada vez. Matices que muchas veces son ilógicos, incomprensibles, incluso inaudibles, para quien contempla desde fuera.

Cierto es que niños y músicos difieren en el sexto punto. El juego de los músicos nunca es totalmente desinteresado, ya que siempre persigue una finalidad (concreta o intuída, material o inmaterial). Aún así, la música puede convertirse en juego auténtico cuando el intérprete, absorto en su actividad, olvida totalmente sus objetivos.

Ayer asistí a un recital de flauta dulce de Walter van Hauwe en el Conservatorio de Ámsterdam. En mi experiencia, los mejores momentos del concierto fueron aquellos en los que van Hauwe realmente 'jugaba' en vez de 'tocar'. Momentos en los que parecía olvidarse de la 'finalidad' de su interpretación, dejándose llevar por el placer de repetir ciertos pasajes de un repertorio que conoce a la perfección desde hace años.

Como propina, Van Hauwe improvisó, a la manera de su antiguo alumno Laurens Tan, sobre un sólo motivo; imponiéndole repetición rítmica, buscando todas las variantes posibles, desarrollando las que más le interesaban, combinándolas y recombinándolas. Para mí, estos dos minutos de juego auténtico, sin finalidad aparente, fueron lo mejor de la velada.