martes, 2 de febrero de 2010

La música como juego

En inglés, holandés, alemán y otros idiomas, el verbo "tocar" (en el sentido de tocar un instrumento) comparte vocablo con el verbo "jugar". Lástima que la evolución del español nos haya privado de esta interesante conexión lingüística.

En mi opinión y experiencia, música y juego son indisolubles, y con ello me refiero al juego tal y como lo describe Desmond Norris en El mono desnudo:

Las reglas del juego se definen a continuación:
1. Investigarás lo desconocido hasta que se vuelva familiar
2. Le impondrás repetición rítmica
3. Le buscarás todas las variantes posibles
4. Elegirás la más interesante de las variantes y la desarrollarás a costa de las otras
5. Combinarás y recombinarás las variantes, la una con las otras
6. Todo esto lo harás desinteresadamente, sin otra finalidad

En el mundo de la música llamada 'clásica' se suele desestimar el factor lúdico de la interpretación y del estudio de la música, a pesar de que es relativamente sencillo encontrar similitudes entre el juego de un niño que repite las mismas acciones una y otra vez, y la práctica de un músico que itera un motivo, un movimiento, a veces un sólo sonido, buscando nuevos matices cada vez. Matices que muchas veces son ilógicos, incomprensibles, incluso inaudibles, para quien contempla desde fuera.

Cierto es que niños y músicos difieren en el sexto punto. El juego de los músicos nunca es totalmente desinteresado, ya que siempre persigue una finalidad (concreta o intuída, material o inmaterial). Aún así, la música puede convertirse en juego auténtico cuando el intérprete, absorto en su actividad, olvida totalmente sus objetivos.

Ayer asistí a un recital de flauta dulce de Walter van Hauwe en el Conservatorio de Ámsterdam. En mi experiencia, los mejores momentos del concierto fueron aquellos en los que van Hauwe realmente 'jugaba' en vez de 'tocar'. Momentos en los que parecía olvidarse de la 'finalidad' de su interpretación, dejándose llevar por el placer de repetir ciertos pasajes de un repertorio que conoce a la perfección desde hace años.

Como propina, Van Hauwe improvisó, a la manera de su antiguo alumno Laurens Tan, sobre un sólo motivo; imponiéndole repetición rítmica, buscando todas las variantes posibles, desarrollando las que más le interesaban, combinándolas y recombinándolas. Para mí, estos dos minutos de juego auténtico, sin finalidad aparente, fueron lo mejor de la velada.