domingo, 15 de noviembre de 2009

Trenes

Desde hace mucho tiempo siento una enorme fascinación por el transporte público, en muchos sentidos. Siempre me pregunto, por ejemplo, quién planifica las rutas, esquemas y horarios de los trenes, autobuses y aviones, o medito sobre la confianza que depositamos en los conductores y pilotos que nos llevan, y lo duro que es su trabajo (¿quién querría ser maquinista en Holanda sabiendo que se producen unos 180 suicidios al año en los que la víctima salta ante un tren en marcha?) o sobre la idea de que Europa y Asia están interconectadas por una red inmensa de carreteras y vías de ferrocarril (la vieja idea de que todos los caminos llevan a Roma...).

Pero uno de los aspectos más interesantes del transporte público es que se ha convertido en una herramienta indispensable para vivir como vivimos. Dormimos en una localidad, trabajamos en otra, nos desplazamos de un lado a otro y consultamos los horarios por Internet o en el móvil, planificando nuestros movimientos al minuto y ajustando la agenda al máximo.

El pasado jueves hubo una avería en la línea de tren entre la localidad donde vivo y Ámsterdam, alrededor de las ocho de la mañana. Cientos de personas que entran al trabajo a las nueve se vieron obligadas a viajar usando una ruta diferente. Las consecuencias: cientos de llamadas y mensajes de móviles, trenes abarrotados, un buen negocio para la cafetería de la estación (la cola daba varias vueltas al pequeño edificio) y una situación muy interesante para observar. Entre los comentarios de la gente, destaco el de: "Tenían que haber puesto autobuses de immediato, ¿es que no ven que vamos a llegar tarde al trabajo?". Por no mencionar la forma en que la multitud se lanza cuando por fin llega un tren, para no quedarse en el andén.

La modernidad nos ha hecho depender de máquinas, estructuras, circunstancias que no podemos controlar... Y cuando algo falla, nos sentimos indefensos y confusos, y en la anonimidad de la multitud, damos rienda suelta al egoismo en pequeña escala.